Entonces se
propuso conseguir un atril que le facilite la lectura. Y buscó en librerías, en
casas de música, hasta que finalmente dio con un viejo librero que le ofreció
un hermoso atril de hierro, muy antiguo y ella se deslumbró: era realmente una
reliquia. Lo pagó y se lo llevó muy emocionada.
Ahora podría
leer su libro más aliviada en compañía de este nuevo amigo silencioso, el
atril. Y así fue transitando hoja por hoja este libro que tanto había deseado y,
gracias a la compañía del atril, logró aliviar el peso y finalmente transformó la
lectura en un máximo placer.
Gracias a Diana y a Lucía que me ayudaron el
día de la presentación de mi libro y, como el atril, me brindaron tanto alivio.
Las quiero mucho.